(Información
extraída de la recopilada para mi próxima novela histórica).
El
archipiélago de las Filipinas, llamado así en honor a Felipe II,
fue integrado a la corona española en 1564 por Miguel López de
Legazpi. La incorporación del archipiélago no fue instantánea. El
proceso de anexión duró siete años debido a que Legazpi no
conquistó a los habitantes nativos, sino que los convenció de que
formasen parte del imperio español. Para ello fue de gran ayuda la
animadversión que los nativos sentían hacia los portugueses, mucho
más violentos en su trato con ellos, quienes gobernaban de facto en
las islas. Mientras el comandante de la expedición llevaba a cabo
estas negociaciones con los tres jefes de la isla de Luzón y fundaba
la ciudad de Manila, una expedición al mando del nieto de Legazpi,
Felipe de Salcedo, partió en busca de la ruta del «Tornaviaje». En
dicha expedición participó también su piloto, Andrés de Urdaneta
que había navegado con El Cano. Gracias a la pericia de
Urdaneta como piloto encontraron la ruta adecuada y conseguían así
unir Filipinas con lo que hoy es México. El descubrimiento de esta
ruta de ocho mil millas, transitada durante más de doscientos
cincuenta años, supuso una de las más grandes gestas de la
navegación española.
La ruta del
«Tornaviaje» fue la usada por el famoso Galeón de Manila, que una
vez al año transportaba las porcelanas chinas, sedas brocadas,
canela de Macao y los biombos japoneses hasta la costa del Pacífico
de las Indias donde eran desembarcadas y trasladadas por tierra hasta
la costa atlántica. Desde allí eran embarcadas en la flota de
indias rumbo a la península. Fueron casi ciento veinte galeones los
que hicieron la ruta del «Tornaviaje» a lo largo de casi dos siglos
y medio, no llegando a su destino únicamente ocho naves; cuatro se
perdieron en combate y otros cuatro sucumbieron ante los tifones, lo
que no deja de ser otra gesta para la navegación española.
Tanto
ingleses como holandeses intentaron adueñarse del control de la ruta
y del archipiélago sin conseguirlo y pagaron muy cara en sangre su
osadía. Estos últimos sufrieron en 1647 una derrota tan vergonzosa
como grande fue la victoria para nosotros, razón por la cual nadie
recuerda aquel suceso; ellos por vergüenza y nosotros por desidia.
La
situación en las Filipinas en 1646 era precaria: no llegaban
mercancías desde Nueva España y las tropas estaban en cuadro. No
había casi naves disponibles por los naufragios: las que había
estaban en un estado lamentable y la construcción de otras nuevas,
paralizada por falta de pertrechos. Es decir, «sin novedad»; la
situación era la de siempre. Los holandeses, no sabiendo que esta
circunstancia era normal para nosotros, creyeron ver en la
precariedad del archipiélago una oportunidad para trasladar la
guerra de Flandes hasta las islas y hacerse con su control. A este
fin armaron una flota compuesta por dieciocho galeones de guerra,
debidamente pertrechados, divididos en tres escuadras, y la pusieron
al mando del almirante Maarten Gerritsz.
Cuando la
presencia de la flota holandesa en el archipiélago fue conocida,
zarparon de Cavite dos galeones españoles al mando de Ugalde, los
dos únicos en condiciones de navegar, para plantarles cara.
Encontraron a los holandeses frente a las costas de Pangasinan, la
cual habían estado saqueando hasta que la milicia española les
obligó a reembarcar, y entablaron combate. Después de cinco horas
de lucha, los holandeses se retiraron amparados por la oscuridad con
los faroles de sus naves apagados. Ugalde les dio caza, a pesar de
ser su diminuta escuadra muy inferior a la holandesa, pero no pudo
dar con ellos y se retiró para restaurar y reaprovisionar sus naves
lo mejor posible.
El segundo
escuadrón holandés hizo acto de presencia en la isla de Mindanao.
Las tropas holandesas desembarcaron en la bahía de Caldera donde les
hicieron frente treinta españoles reforzados por dos compañías de
indígenas al mando del capitán Durán de Monforte. La fuerza
española les obligó a reembarcar tras causarles un centenar de
bajas en los duros combates.
Mientras
tanto, los dos galeones españoles que estaban restañando sus
heridas en el puerto de San Jacinto, en la isla de Ticado, fueron
bloqueados por otra escuadra holandesa formada por siete buques de
guerra y dieciséis lanchas. Los holandeses hicieron un intento de
desembarco al amparo de la noche que fue duramente interceptado por
los marinos españoles desplegados en tierra. El comandante holandés,
ante las muchas bajas sufridas, decidió abandonar el bloqueo del
puerto y poner rumbo a Manila esperando que la ciudad fuese un hueso
menos duro de roer. Ugalde sabía que la ciudad estaba indefensa, por
lo que zarpó de inmediato en pos de los invasores, temeroso de que
la plaza pudiese ser tomada.
En la noche
del 29 de julio, los siete barcos holandeses se acercaron desde
barlovento a sus perseguidores y rodearon a la nao almiranta
española, Nuestra Señora de la Encarnación. El galeón
español disparó un violento y efectivo fuego por ambas bandas
contra sus siete enemigos, mientras el otro galeón, Nuestra
Señora del Rosario, se movía libremente alrededor de los
combatientes causando muchos daños a los invasores con su
artillería. Los holandeses, ante la férrea defensa española,
desistieron en su empeño de capturar a la nave almiranta y rompieron
una vez más el contacto.
Los barcos
españoles volvieron a entablar combate con sus oponentes el día 31,
en las cercanías de la isla Mindonoro. En esta ocasión las fuerzas
estaban algo más equilibradas; los dos galeones españoles solo se
enfrentaron con seis holandeses. Durante el combate, los holandeses
centraron su atención de nuevo, al igual que en el encuentro
anterior en la nao almiranta española. Pero una vez más, con el
apoyo de la nao capitana, la almiranta rechazó al enemigo y causó
muchos daños y bajas. Cuando los holandeses consideraron que ya
habían tenido bastante, rompieron el contacto una vez más.
El día 1
de septiembre, el galeón San Diego zarpó cargado de
mercaderías rumbo a Acapulco. Cerca de la costa de Nasugbu descubrió
a tres de los galeones holandeses que le dieron caza. No obstante el
San Diego consiguió zafarse de ellos y tomar la bahía de
Manila. Su capitán informó de inmediato al gobernador, quien
decidió que el San Diego fuese descargado de la mercadería,
pertrechado para el combate, y que se uniese al Encarnación y
al Rosario para ir contra los holandeses. Los barcos españoles
salieron en busca de sus rivales, los localizaron, se enfrentaron con
ellos y nuevamente los pusieron en fuga.
A pesar de
haber vencido en todos los combates, la persistente avaricia
holandesa, hizo que la flota invasora perseverase en su propósito,
lo que obligó a los españoles a zurrarles la badana a los
neerlandeses otra vez el 6 de octubre en Corregidor. Tras este último
combate, los intrusos se convencieron de que ni nos podían vencer ni
desistiríamos nunca, y abandonaron definitivamente sus intenciones y
las aguas filipinas.
No hubo
ningún otro intento serio de tomar el archipiélago hasta 1998,
cuando los Estados Unidos de América, en agradecimiento por el apoyo
incondicional e imprescindible que recibieron de España para la
obtención de su independencia, nos despojaron de nuestras últimas
provincias en ultramar en una guerra asimétrica.
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