LA VIEJA GUARDIA DE DON ÁLVARO DE BAZÁN







Estaba compuesta por don Miguel de Oquendo, don Pedro Valdés y don Juan Martínez de Recalde. Este último, almirante y segundo en el mando de la Grande y Felicísima Armada (la que los ingleses llamaron Armada Invencible para mofarse), a las órdenes del VII duque de Medina Sidonia.
El duque tuvo que aceptar el mando de la armada contra su voluntad a la muerte de don Álvaro de Bazán; no era marino, no entendía de barcos ni de combates navales y además se mareaba. Declinó cargo, pero su majestad Felipe II le ordenó que se dejase de coñas y se pusiese al frente de la armada que preparaba desde hacía dos años para invadir Inglaterra.
El trabajo administrativo del duque de Medina Sidonia (trabajo para el que sí estaba altamente cualificado) y su dinero particular (tal vez el principal motivo por el cual el Rey insistió en que tomase el mando de la armada) hicieron posible que una flota compuesta por ciento treinta barcos con diecinueve mil soldados a bordo zarpase de Lisboa al atardecer del 31 de mayo de 1588. Su misión era dirigirse a los Países Bajos donde debía embarcar para transportar hasta la Pérfida Albión a la mejor infantería del mundo: los Tercios de Flandes. Esos Tercios «cuyos soldados todo lo sufren en cualquier asalto… solo no sufren que les hablen alto» según dejó escrito uno de ellos, Calderón de la Barca.
Al entrar en aguas inglesas, la vieja guardia de don Álvaro de Bazán reunida con el de Medina Sidonia, propuso atacar al grueso de la armada inglesa que estaba retenida en el puerto de Plymouth por la marea baja y los vientos contrarios, y de donde no habría podido escapar. Era una ocasión inmejorable de devolverles a los hijos de la Pérfida Albión su visita a Cádiz y pagarle a Drake con su misma moneda. Pero el duque de Medina Sidonia, hombre más adecuado para la burocracia que para la acción, desconociendo con qué fuerzas tendría que enfrentarse y temiendo los daños que pudiese sufrir la armada a su cargo, dejó pasar esta oportunidad, se ciñó al pie de la letra al plan de Felipe II y puso rumbo a Flandes, para alivio del corsario inglés.
 Las posteriores escaramuzas con la armada inglesa apenas consiguieron arañar a la Grande y Felicísima Armada. Fueron la defectuosa cartografía de las abruptas costas de Escocia e Irlanda y una serie de inusuales temporales encadenados quienes destruyeron a la armada española. Pero la derrota únicamente puede atribuirse al nepotismo endémico de nuestra nación, que, una vez más en esta ocasión, puso al más influyente por encima del más competente. La historia hubiese sido otra, sin lugar a dudas, de haber ostentado el mando de la armada el almirante Recalde; marino experto templado en la forja de don Álvaro de Bazán y que se había distinguido en muchas misiones. Entre ellas cabe destacar la protección de la Flota de Indias, la conquista de las islas Terceras a las órdenes de don Álvaro de Bazán, y el desembarco en Irlanda de mil quinientos voluntarios para apoyar a los católicos irlandeses alzados en armas contra los ingleses.
Tras el desastre, Recalde, acabó batiéndose con fuerzas superiores en número que no en espíritu hasta perder su Santa Ana, momento en el que transfirió su insignia al Santiago. Siguió con este galeón dando soporte a otros barcos españoles hasta que la armada quedó totalmente dispersa.
Falto de agua, entró el Santiago en un puerto irlandés donde esperaba encontrar auxilio, pero la fatalidad quiso que la plaza estuviese bajo dominio inglés. El almirante desembarcó a la temible infantería española bajo la cobertura de la no menos temible artillería de su galeón, y consiguió reaprovisionarse a base de verter sangre.
El Santiago abandonó el puerto, dejando sobre su estela un amargo e imborrable recuerdo en la memoria de los ingleses, y arribó a Coruña el 8 de octubre de 1588; quince días después moría el almirante con el alma herida por la derrota injustificable.
Al igual que muchos de nuestros héroes, Recalde emprendió el camino del olvido mientras su viuda las pasaba moradas para llevar su cuerpo hasta Bilbao, con el fin de darle sepultura en su ciudad natal, debido a que, como también es habitual en nuestro amado país, la familia del heroico marino estaba sumida en la ruina.
Pues eso, como ya dije en la presentación de «Fortuna de Mar», mi humilde reconocimiento y espero que también el de quienes sigan estas páginas para los que con su sacrificio y su valor contribuyeron a crear nuestra estirpe.

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