Algunas
veces la mar queda como dormida. Permanece tan inmóvil y callada que
parece que esté muerta; como si su espíritu se ausentase, ocupado
en algún importante quehacer. La atmósfera se torna pesada, densa,
insufrible. Sin la energía vital del viento, las olas se apaciguan
quedando las aguas tan quietas como las de un estanque. Únicamente
las ondas engendradas por la irrespetuosa actividad de algún pez,
que se propagan lánguidamente hasta alcanzar el horizonte, rompen
ocasionalmente la tersura metálica de la superficie de color gris
plateado. La atmósfera, densa, caliginosa, dificulta y altera las
funciones vitales, hace que los sentidos se confundan y la mente se
embote.
Este
fenómeno sembró el miedo y la muerte entre los marinos de tiempos
pasados cuyas almas, a bordo de sus encalmadas naves, languidecían
mientras permanecían atentas a cualquier racha de viento que los
sacase de aquel infierno imposible e intemporal. Hoy, a pesar de que
los motores de combustión interna han liberado a los marinos de los
caprichos del viento, sigue intimidando y sobrecogiendo a quienes
surcan los mares. Es preludio de tempestad, de dificultades y
calamidades, de penas y fatigas. Es la precursora de la muerte; es la
Calma Blanca.
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